martes, 2 de febrero de 2010

CRÍTICA



"¿NUEVO CINE?"
Los medios especializados han acordado casi unánimemente en calificar al nuevo film de James Cameron: "Avatar" como el cine del Siglo XXI, calificándola como una experiencia novedosa y revolucionaria; una película casi programática.
Aquí dos posiciones divergentes para estimular el debate.


Avatar: los límites de una película producida bajo la lógica espectacular del capitalismo



He leído con curiosidad y asombro la cantidad de reseñas y artículos --la mayoría de ellos hiperbólicamente positivos-- que han aparecido en Rebelión sobre la película Avatar. Una buena parte del debate gira en torno a la posibilidad de que la película sea una fábula anticapitalista en defensa de la humanidad y el medioambiente. Desde un punto de vista estrictamente marxista, hay que decir que ninguna película sometida a las normas de producción, distribución y consumo de un estudio de Hollywood puede ser realmente anticapitalista. Tanto los medios de producción, como la circulación y distribución de las películas están en manos de unos cuantos estudios que se lucran con la exhibición y producción de las películas. Y si en algunos casos es posible para algún director de éxito como Sodemberg hacer una película sobre El Ché, el control de la distribución ya se encarga de que la película circule sólo en cines alternativos o en todo caso en los cines de las grandes ciudades, pero no en las grandes zonas rurales del centro de los Estados Unidos (algo que pasa sistemáticamente con las películas de Michael Moore). Zonas éstas, por cierto, de mayoría republicana.

Sin embargo, creo que sería errado pensar que todas las películas de Hollywood responden a un mismo formato estético o a una misma preocupación ideológica. Por más que las películas de Hollywood estén sometidas a férreas normas de producción y distribución, el circuito que une creadores, productores, y espectadores nunca es cerrado ni unidireccional, existen creadores insumisos y espectadores heterodoxos capaces de producir interpretaciones alternativas a las dominantes. Si afirmamos que todas las películas hechas en Hollywood representan sólo y exclusivamente una visión capitalista y pro norteamericana del mundo, estaremos ignorando casi todo lo que hemos aprendido de las concepciones de la cultura que han articulado pensadores como Antonio Gramsci o Raymond Williams. No toda producción de Hollywood responde a los valores hegemónicos –algunas muestras claras en mi opinión serían El Padrino o The Matrix – y, sobre todo, no todas las interpretaciones de una película coinciden con las intenciones del director o los productores.

Por eso, aunque debemos tener en cuenta los límites impuestos por la producción y distribución capitalista de las películas, es necesario también discutir sus propuestas, los modos en que construyen y atacan la realidad. Y es aquí donde discrepo con la mayoría de las interpretaciones sobre Avatar . En mi opinión Avatar responde a una demanda del mercado –la necesidad de una representación cultural anticolonial, anticapitalista y pro medioambiental--, pero lo hace ayudándose de los formatos narrativos más convencionales de Hollywood y, en última instancia, reproduciendo la misma mirada colonial que trata de criticar. Me explico. Los estadounidenses ocupan el planeta Pandora, porque en éste se halla un mineral de incalculable valor económico cuyo mayor filón se encuentra debajo del árbol de la vida de los Na’vi. La coalición norteamericana esta compuesta por militares, empresarios y científicos. Y aquí es donde empiezan los primeros problemas. Mientras que el Coronel Quaritch y el empresario aparecen como personajes perversos y sádicos, la doctora Grace Augustine, el personaje de Sigourney Weaver, aparece como la típica científica genuinamente interesada en las riquezas naturales de Pandora e incómoda con las maniobras mercantiles y coloniales de militares y empresarios. Si bien es cierto que una parte del complejo militar industrial de los Estados Unidos está basado en la alianza de estos tres sectores, es rigurosamente falso que los científicos participen a regañadientes en este triunvirato. Las universidades norteamericanas –y la doctora Augustine luce una camiseta de Stanford, una de las más elitistas-- tienen miles de contratos extremadamente lucrativos con la industria militar que se aceptan sin cuestionamientos. El establishment de la ciencia en Estados unidos no es víctima de la industria militar, es su cómplice.

Inexactitudes históricas tal vez, pero vayamos a la trama. La trama de avatar usa uno de los ganchos narrativos más convencionales del género: el romance intercultural. Como ha mostrado la crítica feminista y los estudios queer, un porcentaje muy elevado de las películas de Hollywood se apoyan en esta matriz heterosexista que coloca a la mujer en una posición de subordinación y refuerza la normatividad de la heterosexualidad. En este caso, Jake Sully, un ex marine parapléjico acepta formar parte de un experimento, se transforma virtualmente en un Na’vi y conoce a una indígena de la que se enamora tras superar sus prejuicios culturales y su arrogancia colonial. Lo hemos visto otras veces. Chico busca chica, pero pertenecen a distintas clases sociales, a distintas etnicidades, tienen personalidades diferentes, etc. El espectador se engancha a la trama con la esperanza y la seguridad de que habrá final feliz, se superarán las diferencias y se consumará la unión heterosexual. ¿En qué se diferencia Avatar de Pretty Woman o de Mi gran boda griega?

Algunos dirán que utiliza la convención para construir un mensaje anticolonial. En efecto, Avatar sigue el esquema de algunas crónicas coloniales como Los Naufragios de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, la historia de un soldado español que se pierde en la Florida y se hace curandero o, como han señalado acertadamente José Miguel Company y Manuel Talens, la historia de Gonzalo Guerrero, el español que se queda a vivir con los indígenas y rechaza el proyecto imperial español. Pero cabe preguntarse si Avatar rompe con la mirada imperial o reproduce la fábula del antropólogo occidental “going primitive”. Hay una escena siniestra y estremecedora que para mí resuelve está cuestión. Cuando Sully es finalmente aceptado por los Na’vi para organizar la resistencia frente a los invasores estadounidenses, todas las tribus Na’vi se reúnen alrededor del árbol de la sabiduría. Sully aparece al lado de Neitziri, su amante Na’vi ocupando la posición que antes ocupaban sus padres, líderes de la comunidad Na’vi. La diferencia es que ahora están en una especie de pedestal con todos los Na’vi en una posición de sumisión abajo, esperando a recibir instrucciones de Sully. En mi opinión, está escena pone en juego una concepción de la soberanía política que es en toda su extensión occidental e imperial. En primer lugar, la liberación viene de afuera, es el ex marine blanco el que finalmente ayuda a los Na’vi --cuyos actores, por cierto, son mayoritariamente afroamericanos—a liberarse de la opresión colonial. El modelo de organización cultural responde a una concepción de la soberanía monárquica: Sully es el nuevo heredero del trono tras unirse con Neitziri. Esta representación visual del poder tiene más que ver con filmes con Apocalipto que con las formas de organización comunal indígena que tan brillantemente describió José Carlos Mariatégui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana .

La película culmina está lógica colonial, hipermasculina, heterosexista y blanca en el combate final, también predecible entre el marine sádico y perverso y Sully, el marine bueno y comprometido con la causa indígena. Como nos ha enseñado Gayatri Spivak, hay que sospechar siempre de aquella lógica que nos presenta a hombres blancos salvando a mujeres de color de los hombres de color. No puede haber dialéctica emancipadora en una confrontación entre dos militares blancos norteamericanos. Habrá segunda y tercera parte de Avatar, mientras tanto concentrémonos en la lucha por la defensa del medioambiente y la lucha contra el capitalismo y el colonialismo.


Avatar (2): Avatares del (cine del) futuro

Enero 22, 2010 por ojosabiertos

por Nicolás Prividera

El primer día de 2010 se estrenaron en Argentina Avatar y Rosetta, dos films que representan dos modelos en pugna, de cuya batalla final resultará que el cine -ese arte del siglo XX- logre perdurar en el nuevo siglo, o bien deje definitivamente atrás lo que supo ser (un avatar esencial de la modernidad) para volver a sus orígenes como mero espectáculo de feria.

Pues este Avatar (que algunos proponen como el futuro del cine, cuando -por el contrario- viene a acelerar su disolución) es una monumental maquinaria cuya laboriosa tecnología de última generación no solo desmiente su moraleja ecológica, sino que –antes bien- representa el triunfo de la lógica imperial que la carcome: su conquista global de las pantallas es en sí una omnímoda y ominosa visión del futuro, como lo fue La guerra de las galaxias a mediados de los ‘70. (Se podría decir que Avatar es a La guerra de las galaxias lo que la Segunda Guerra Mundial a la Primera: su inevitable secuela, pero a una escala de destrucción mayor.)

Porque si el film de Lucas negaba su contenido contracultural a través de su infantilización formal, el de Cameron hace algo más que jibarizar el cine clásico: destruye la esencia misma de la imagen cinematográfica al desrealizarla mediante el 3D/digital. Pues el imperialismo global de Avatar y su colonización del cine no es sólo la negación de la “ecología” cinematográfica, sino que -a través de su artificial concepción formal- el cine mismo es despojado de su condición ontológica (como fantasmagórica exploración de lo real) para convertirse en pura negación de la realidad (a través del mundo feliz de la sociedad del espectáculo devenida en matrix).

Rosetta es, por el contrario, la última obra maestra debida a la irreductible fe en el bazinismo (es decir, en la capacidad del cine para decir algo sobre el mundo): un cine que busca el despojamiento para acercarse al enigma de lo real (sin llegar nunca a totalizar una imagen de la realidad). El cine de los Dardenne, aun sin alcanzar la radicalidad de Costa) es uno de los ejemplos más notorios de esa persistente resistencia contra el paradigma posmoderno impuesto por cierto cine contemporáneo (en su omnipresente animación digital o en su contracara no menos conservadora: el eterno retorno al pasado, a través de un primitivismo trivial que reniega de la historia, del cine moderno.

La sencilla resistencia de Rosetta se basa justamente en el viejo paradigma clásico revisado por el cine moderno (de Rossellini a Bresson), mientras que la invocación faci(li)sta de Avatar se hace en nombre del porvenir de una ilusión (cuyo evidente paradigma es el museificado clasicismo de los conservadores años ’80, destruido de plano en plano por la irrealidad digital). Cameron (con su megalomanía de iluminado que propone la redención a través de la inmolación, cual Jim Jones cinematográfico) es el definitivo terminator del cine.

Pues si Rosetta basa su potencia en una relectura contemporánea de la tradición (base sobre la que descansa todo el proyecto del cine moderno, o el proyecto de la modernidad en el cine), Avatar desmiente su promesa revolucionaria con un imperialismo formal anclado en el pasado (el viejo MRI sometido ante las nuevas tecnologías digitales). Y es que tras la unión del nuevo universo digital (cuyas posibilidades destructivas ya han sido desarrolladas por Zemeckis) con el viejo 3D (cuya imposición viene fracasando desde los ’50, pero que ahora pretende formatear toda imagen), lo único que existe es la voluntad de consolidar la vieja visión del mundo basada en el eterno poderío redentor del sueño americano. (Si Titanic narraba el hundimiento del viejo mundo europeo y su reconversión en la épica americana -el renacimiento de una nación, digamos-, Avatar profetiza el fin del mundo y su redención a través de una utopía neoamericanista: como en 2012 y otras visiones apocalípticas del fin del mundo, la única salida parece ser más de lo mismo, disfrazado de idílica vuelta al origen….

Avatar es en ese sentido la realización de la mala conciencia del cine (como parte del proyecto inconcluso de la modernidad), representada ante todo en el género de ciencia ficción (que no en vano tuvo su época de oro en los ’50, en plena “guerra fría”): desde mediados del siglo pasado, el género tuvo un viraje fundamental, abandonando el espacio exterior (y la creación de mundos imaginarios) por la exploración del “espacio interior” (y la construcción de la subjetividad). No casualmente los únicos grandes escritores que ha dado el género -Bradbury, Ballard, Dick- fueron precisamente los que empezaron a interrogarse, antes que sobre la conquista del espacio (y las stars wars), sobre las fronteras de lo humano y lo social. Y si el cine y la ciencia ficción se unieron desde el inicio (basta recordar el Viaje a la luna de Melies), fue porque ambos expresaron la “pasión de lo real” que cimentó la modernidad: por eso un film como Matrix expresaba la opción entre “el desierto de lo real” y la “fábrica de sueños” que Avatar viene a actualizar (y que algunos críticos trasnochados festejan) como “fin de la historia” cinematográfica, el avatar final de esa aventura moderna llamada cine.

Podríamos pensar este enfrentamiento final como la reactualización del primigenio agón entre Lumiere y Melies (entre la realidad y el sueño), pero –como ya demostró Godard- la relación entre ambos es mucho más complejo (ya que hay sueño en Lumiere y realismo en Melies…). De hecho, el mejor cine contemporáneo se basa precisamente en la puesta en crisis de esa diferencia (como podemos ver en el cine de Costa o Apichatpong), en tanto que pretende superarla. Mientras que el poder (del mainstream, establishment, o como quieran llamarle a esa innegable suma de fuerzas) propone un nuevo paradigma (cuyo relativismo total apunta a la pura negación de todo lo que se le pueda oponer), y que en el caso del cine va más allá de una mera reactualización de una imagen vicaria, para convertirse en un verdadero anonadamiento.

Si el 3D fracasó históricamente fue porque esa innovación no se asimila a la búsqueda de mímesis del arte occidental: el cine puede prescindir de él porque no tiene nada que ver con la humana percepción de la realidad, mucho más cercana a la “falsa” profundidad de campo de la pantalla de dos dimensiones (el cine es “tuerto”, y por eso mismo humano: no puede compensar sus faltas, mucho menos con efectos lisérgicos). Pero esa batalla ya no es meramente económica (devolver espectadores a las salas frente a la competencia de la TV e Internet), sino política (dar “liquidez” –en todo sentido- al sistema de creencias): con la ampliación de la “sociedad de la imagen” a una escala nunca vista (gracias a la proliferación de pantallas personales en la era digital) el campo de batalla pasa a ser la construcción de subjetividades afines al flujo posmoderno (de imágenes-bienes que fetichizan el incesante y “eterno” movimiento del capital), en una etapa signada por una crisis de hegemonía del pensamiento único. En ese contexto (como en los tiempos de la contrarreforma), el dominio de las imágenes vuelve a ser esencial para disciplinar (mediante el goce extático de un nuevo opio de los pueblos).

Si el cine construyó su clasicismo en un período en el cual el paradigma mismo de la modernidad estaba en lucha (al menos hasta la victoria del “realismo”, tanto en la URSS como en los EEUU, tras la primera gran crisis mundial de la década del ‘30), hoy asistimos al intento final de reducir lo que fue un medio de conocimiento (el cine como parte esencial de la modernidad) a un ingenuo juego en un megaparque de diversiones que nos promete (gracias a la nueva matrix del complejo industrial-cultural) la inserción en un mundo de sensaciones creado ya no sólo para el “adormecimiento de conciencias” (bajo el utopismo de la virtualidad y la corrección política) sino para la destrucción simbólica de cualquier otro “futuro” posible (más acá y más allá de la pantalla).

Es por eso que frente a estos virtuales Goliats (que no dejarán de inundarnos), un pequeño gran film como Rosetta representa la resistencia del cine y el cine de la resistencia (cuya sola existencia, por minoritaria que sea, representa una esperanza). Porque lo que se juega es mucho más que el incierto futuro de ese arte del siglo XX: es la ontología de la imagen cinematográfica, y su capacidad para proponer otra visión del mundo (que no pretenda suplir o condonar la realidad, sino cambiarla).

Fotos: 1) Avatar; 2) Rosetta.

COPYLEFT 2010 / NICOLÁS PRIVIDERA

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