sábado, 27 de febrero de 2010

AYER Y HOY




LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO

(Extraido de "Aguas Fuertes de Roberto Arlt.)

La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse tempra­no, y salir en tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observa­do el siguiente fenómeno:

Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La muchedumbre es variada en aspecto. Hay peque­ños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen un diario en la mano y con­versan animadamente entre sí.

Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen cola frente a la cortina metáli­ca, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está consti­tuido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.

Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos indivi­duos que tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónica­mente miran a todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéti­camente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de la casa que dice:

-Pueden irse, ya hemos tomado empleado.

Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios del comercio. Entonces, para en­friar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias seme­jantes en las seccionales sobre este procedimiento expeditivo de los patro­nes que buscan empleados.

Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente "un muchacho de dieciséis años para hacer trabajos de escritorio", y que en vez de presentarse candidatos de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires, "el hombre que busca empleo" ha venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este hombre tiene el empleo de "ser hombre que busca trabajo".

El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que os­cila entre los dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún oficio. Su única y meritoria aspira­ción es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El quiere traba­jar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar "pero entendámonos... decentemente".

Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo, se "ubica". Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.

Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amis­tad nos decía:

-Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:

-¿Sabe usted escribir a máquina?

-Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.

-¿Sabe usted taquigrafía?

-Sí, hace diez años.

-¿Sabe usted contabilidad?

-Soy contador público.

-¿Sabe usted inglés?

-Y también francés.

-¿Puede ofrecer una garantía?

-Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.

-¿Cuánto quiere ganar?

-Lo que ustedes acostumbran pagar.

-Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante- no es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con antigüedad... y trescientos... trescientos

es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escri­bientes de procuradores, procuradores que les pagan doscientos pesos men­suales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías. Parece menti­ra y es cierto.

La interminable lista de "empleados ofrecidos" que se lee por las mañanas en los diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales en tranvías y es­tampillas ofreciéndose, y nada... la ciudad está congestionada de emplea­dos. (...). Y es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un gremio, el gremio de los deso­cupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del futuro


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martes, 16 de febrero de 2010

A continuación el Manifiesto escrito por Trotsky y Breton a finales de la década del '30.

Manifiesto por un arte revolucionario independiente.
Puede afirmarse sin exageración, que nunca como hoy nuestra civilización ha estado amenazada por tantos peligros. Los vándalos, usando sus medios bárbaros, es decir, extremadamente precarios, destruyeron la antigua civilización en un sector de Europa. En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan sólo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable.
En aquello que de individual conserva en su génesis, en las cualidades subjetivas que pone en acción para revelar un hecho que signifique un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, aparece como un fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. No hay que pasar por alto semejante aporte, ya sea desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que se amplíe la interpretación del mundo), o bien desde el punto de vista revolucionario (que exige para llegar a la transformación del mundo tener una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no es posible desentenderse de las condiciones mentales en que este enriquecimiento se manifiesta, no es posible cesar la vigilancia para que el respeto de las leyes específicas que rigen la creación intelectual sea garantizado.
No obstante, el mundo actual nos ha obligado a constatar la violación cada vez más generalizada de estas leyes, violación a la que corresponde, necesariamente, un envilecimiento cada vez más notorio, no sólo de la obra de arte, sino también de la personalidad “artística”. El fascismo hitleriano, después de haber eliminado en Alemania a todos los artistas en quienes se expresaba en alguna medida el amor de la libertad, aunque esta fuese sólo una libertad formal, obligó a cuantos aún podían sostener la pluma o el pincel a convertirse en lacayos del régimen y a celebrarlo según órdenes y dentro de los límites exteriores del peor convencionalismo.
Dejando de lado la publicidad, lo mismo ha ocurrido en la URSS durante el periodo de furiosa reacción que hoy llega a su apogeo.
Ni que decir tiene que no nos solidarizamos ni un instante, cualquiera que sea su éxito actual, con la consigna: “Ni fascismo ni comunismo” consigna que corresponde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado que se aferra a los vestigios del pasado “democrático”. El verdadero arte, es decir aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos, sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que sólo genios solitarios habían alcanzado en el pasado. Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura. Pues si rechazamos toda la solidaridad con la casta actualmente dirigente en la URSS es, precisamente, porque a nuestro juicio no representa el comunismo, sino su más pérfido y peligroso enemigo.

Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS, y a través de los organismos llamados organismos “culturales” que dominan en otros países, se ha difundido en el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la eclosión de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y sangre en el que, disfrazados de artistas e intelectuales, participan hombres que hicieron del servilismo su móvil, del abandono de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estalinista refleja, con crudeza sin ejemplo en la historia, sus esfuerzos irrisorios por disimular y enmascarar su verdadera función mercenaria.
La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico esta negación desvergonzada de los principios a que el arte ha obedecido siempre y que incluso los Estados fundados en la esclavitud no se atrevieron a negar de modo tan absoluto, debe dar lugar a una condenación implacable. La oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de grandeza e incluso de dignidad humana.
La revolución comunista no teme al arte. Sabe que al final de la investigación a que puede ser sometida la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se derrumba, la determinación de tal vocación sólo puede aparecer como resultado de una connivencia entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, en el grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto. El mecanismo de sublimación que actúa en tal caso, y que el sicoanálisis ha puesto de manifiesto, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el “yo” coherente y sus elementos reprimidos. Este restablecimiento se efectúa en provecho del “ideal de sí”, que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres y permanentemente en proceso de expansión en el devenir. La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre.
En consecuencia, el arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle con fines pragmáticos extremada- mente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo.
La idea que del escritor tenía el joven Marx exige en nuestros días ser reafirmada vigorosamente. Está claro que esta idea debe ser extendida, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de artistas e investigadores. “El escritor – decía Marx – debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir para ganar dinero... El escritor no considera en manera alguna sus trabajos como un medio. Son fines en sí; son tan escasamente medios en sí para él y para los demás, que en caso necesario sacrifica su propia existencia a la existencia de aquéllos... La primera condición de la libertad de la prensa estriba en que no es un oficio.” Nunca será más oportuno blandir esta declaración contra quienes pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, despreciando todas las determinaciones históricas que le son propias, regir, en función de presuntas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración, constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda coacción, que no permita con ningún pretexto que se le impongan sendas. A quienes nos inciten a consentir, ya sea para hoy, ya sea para mañana, que el arte se someta a una disciplina que consideramos incompatible radicalmente con sus medios, les oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de mantener la fórmula: toda libertad en el arte.
Reconocemos, naturalmente, al Estado revolucionario el derecho de defenderse de la reacción burguesa, incluso cuando se cubre con el manto de la ciencia o del arte. Pero entre esas medidas impuestas y transitorias de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando! Las diversas asociaciones de hombres de ciencia y los grupos colectivos de artistas se dedicarán a resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo fundado únicamente en una libre amistad creadora, sin la menor coacción exterior.
De cuanto se ha dicho, se deduce claramente que al defender la libertad de la creación, no pretendemos en manera alguna justificar la indiferencia política y que está lejos de nuestro ánimo querer resucitar un pretendido arte “puro” que ordinariamente está al servicio de los más impuros fines de la reacción. No; tenemos una idea muy elevada de la función del arte para rehusarle una influencia sobre el destino de la sociedad. Consideramos que la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista sólo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior.
En el periodo actual, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de ésta a los medios de difusión. Es natural, entonces, que se vuelva hacia las organizaciones estalinistas, que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Pero su renuncia a cuanto puede constituir su propio mensaje y las complacencias terriblemente degradantes que esas organizaciones exigen de él, a cambio de ciertas ventajas materiales, le prohíben permanecer en ellas, por poco que la desmoralización se manifieste impotente para destruir su carácter. Es necesario, a partir de este instante, que comprenda que su lugar está en otra parte, no entre quienes traicionan la causa de la revolución al mismo tiempo, necesaria-mente, que la causa del hombre, sino entre quienes demuestran su fidelidad inquebrantable a los principios de esa revolución, entre quienes, por ese hecho, siguen siendo los únicos capaces de ayudarla a consumarse y garantizar por ella la libre expresión de todas las formas del genio humano.
La finalidad de este manifiesto es hallar un terreno en el que reunirá los mantenedores revolucionarios del arte, para servir la revolución con los métodos del arte y defender la libertad del arte contra los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que el encuentro en ese terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas, aun un tanto divergentes. Los marxistas pueden marchar ahí de la mano con los anarquistas, a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policiaco reaccionario, esté representado por José Stalin o por su vasallo García Oliver(1).
Miles y miles de artistas y pensadores aislados, cuyas voces son ahogadas por el odioso tumulto de los falsificadores regimentados, están actualmente dispersos por el mundo. Numerosas revistas locales intentan agrupar en torno suyo a fuerzas jóvenes, que buscan nuevos caminos y no subsidios. Toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración.Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe unirse para luchar contra las persecuciones reaccionarias y proclamar altamente su derecho a la existencia. Un agrupamiento de estas características es el fin de la Federación internacional del Arte Revolucionario independiente (FIARI), cuya creación juzgamos necesaria.
No tenemos intención alguna de imponer todas las ideas contenidas en este llamamiento, que consideramos un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden dejar de comprender la necesidad del presente llamamiento, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos el mismo llama-miento a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación internacional y en el examen de las tareas y de los métodos de acción. Cuando se haya establecido el primer contacto internacional por la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación internacional.
He aquí lo que queremos:
La independencia del arte – por la revolución;
La revolución – por la liberación definitiva del arte.
André Breton, Diego Rivera (2)
México, 25 de julio de 1938
Notas
(1) García Oliver, anarquista español, perteneció al grupo de acción española, contribuyó a organizar las milicias obreras catalanas y de Durruti y militó en la CNT y en la FAI. Durante la guerra civil adoptó la política del Frente Popular, aceptando el Ministerio de Justicia en el gabinete de Largo Caballero.
(2) Aunque publicado con estas dos firmas, el manifiesto fue redactado de hecho por León Trotski y André Breton. Por razones tácticas, Trotski pidió que la firma de Diego Rivera
sustituyese a la suya.

domingo, 7 de febrero de 2010

TEXTOS

Los soles de Pasolini

(Y sus mugres)

Por Eduardo Grüner

Al final- en el extremo, en el límite último- de toda práctica de esas que se denominan “transpositivas” está lo que podríamos llamar la metatransposición, es decir, la obra de aquéllos que circulan entre diferentes lenguajes estéticos, logrando sin embargo una extraña- no digamos coherencia ni unidas, términos excesivamente “académicos”- consistencia. En los pasajes entre la literatura y el cine, Visconti o Bergman constituyen sin duda ejemplos de consideración; pero para nosotros el más virulento, y por ello más entrañable, es Pasolini.

Antes de ser el extraordinario cineasta que fue, se sabe, Pier Paolo Pasolini ya era un notable narrador y un poeta exquisito (uno de los mejores poetas italianos del siglo XX, nos dicen los críticos), así como un concienzudo, riguroso y abrumadoramente erudito lingüista, filólogo, y teórico de la literatura, además de un humanista que manejaba con soltura varias lenguas- incluídas las “muertas” como el latín y el griego- y se movía cómodo en el mundo de la filosofía, el materialismo histórico, el psicoanálisis, la antropología cultural y la historia del arte o de las religiones. Sumado a que ya antes de 1960 (año en que estrena su primer film Accatone) había intervenido en varias películas como guionista, había escrito así mismo obras de teatro y era un muy pasable dibujante, pintor y escenógrafo, es casi irresistible la tentación de llamarlo un verdadero “hombre del Renacimiento”, comparable a, digamos, Leonardo Da Vinci. Y, en sentido, prácticamente incomparable con ningún otro gran intelectual del siglo, con la parcial excepción, quizá, de ese filósofo, dramaturgo, narrador, ensayista y ocasionalmente guionista de cine que fue Jean- Paul Sartre. Pero, a diferencia de la de Sartre, esa imagen “totalizada” de Pasolini esta atravesada por fracturas y desgarramientos que parecen transformar al hombre en un verdadero entrecruzamiento de conflictos andantes: decidido pero heterodoxo marxista, ferviente pero herético católico, fue denostado y excomulgado por ambas Iglesias (la cristiana y la comunista) a lo que -aparte de su comprometida iconoclastía en ambos campos- contribuyó no poco su homosexualidad “confesa” y por momentos provocativa y virulenta: algo nada fácil de sostener públicamente en la Italia pacata y ultracatólica previa al “milagro” económico de los años 60 (un “milagro” que el propio Pasolini se encargaría de enviar violentamente al infierno de lo que llamaba el “genocidio capitalista”, tanto a través de sus films como de sus ensayos político-culturales, reunidos en libros que son auténticas catilinarias, obras maestras de intervención pública, como El caos, Las bellas banderas o Escritos corsarios). Como tampoco era nada de fácil sostener- el episodio da toda la medida de su iconoclastía e “incorrección política”- para un izquierdista y en ¡1968! la defensa de los policías “explotados e hijos del pueblo”, contra los pataleos de los estudiantes “burgueses” que, según su opinión, en el fondo solo pedían mejores condiciones de ingreso al “sistema” (¿una provocación? Puede ser, pero una “ojeada retrospectiva”, treinta y dos años después, al destino de los “revolucionarios” sesentiochescos, despierta, por lo menos, la duda…).

A todas estas aparentes boutades de uno de los intelectuales más incómodos e inclasificables que haya conocido Italia (y quizás Europa) hay que agregar que, en efecto, en 1960 Pasolini ingresa de lleno al cine, continuando al mismo tiempo con su obra ensayística y teórica, pero abandonando casi por completo la literatura y en particular la poesía. Nueva incomodidad, en especial para sus amigos literatos: a pesar del triunfo mundial- pero no tanto italiano- del neorrealismo, el cine todavía es mirado de soslayo y sobre el hombro por los escritores olímpicos, tanto más cuando (pese a que ya existían los Cahiers du cinéma y empezaba a generalizarse en Francia la “política de los autores” y el concepto de nouvelle vague) localmente había empezado a aparecer una “Industria cultural” cinematográfica, con una Cinecittá como versión en “vías de desarrollo” de Hollywood, y con un incipiente “star system” (inequívocamente sintomatizado por el uso coloquial del artículo femenino: la Lloren, la Lollobrigida, la Pampanini, la Mangano). Pasolini, como si le faltaran los pecados, es acusao de pasarse al enemigo, de aspirar al estrellato y la riqueza, de caer seducido por las sirenas de la Industria. No hace falta abundar en el espectacular desmentido a estas fantasías envidiosas que significó el estreno de Accatone y luego Mamma Roma, así como el hecho de que en ese mismo 1960 se estrenan La Dolce Vita de Fellini, Rocco y sus hermanos de Visconti, La Aventura de Antonioni: todas señales inconfundibles de que en Italia también se estaba gestando en otra dirección que la del convencional cine de masas.

Una leyenda más persistente- y con mayores visos de verosimilitud- pretendió que Pasolini estaba “decepcionado” de la literatura, que “desesperaba de las metáforas” (como hubiera dicho Kafka) y que, arrastrado por su marxismo teñido de irracionalismo se había volcado a una forma estética que le garantizaba, por su propio lenguaje, una mayor proximidad con lo “real”. Pero estas interpretaciones pasaron por alto, con sospechosa rapidez y unanimidad, que el propio Pasolini, en una célebre entrevista, sostenía que era su búsqueda de lo “real” en la literatura la que lo había conducido al cine casi como una continuidad natural de su buceo. En la literatura, y en particular en la poesía. Y es por haber pasado por alto este “detalle” que tanto sorprendió su encendida defensa- en su famosísimo aunque un tanto inventado debate con Eric Rohmer- del “cine de poesía” contra “cine de prosa”. Contra un “cine de prosa” y convencionalmente “realista” que él interpretaba (y esta interpretación es, en su complejo desarrollo, un aporte extraordinariamente novedoso a la teoría estética y no sólo cinematográfica) como un estricto formalismo ideológico y fetichizante, que tendía a ocultar las elaboradas construcciones, justamente formales, por detrás de lo que Roland Barthes llamaría “el efecto de realidad”, fingiendo que ese “espectáculo” era el puro desarrollo espontáneo de la realidad (y en esta acusación caían también los “neorrealistas”, pese a su declarada admiración por Rossellini), y subordinando a una diégesis altamente “funcionalizada” por el argumento las posibles invasiones incontrolables de lo “real-concreto” que sólo el lenguaje cinematográfico es capaz de hacer evidente.

Pero esto presupone una transformación radical de los legados del sentido común a propósito de conceptos como “realismo” o “poesía”. Si el pretendido “realismo” es puro formalismo pasivizador del espectador, la misión del cine “poético” es la misma que la de la poesía tout-court en el plano de la lengua: la de volver extraños a los objetos (a los objetos-imágenes así como a los objetos-palabras), precisamente creando las condiciones para que ellos impongan su presencia “brutal”, “pre-conceptual”, “pre-histórica”, “bárbara” (son todos términos que en Pasolini tienen un signo de valor positivo): eso es el verdadero “realismo” no-ideológico, “un cierto realismo”, lo llama Pasolini, queriendo decir no un realismo “atenuado”, si no un realismo cierto, auténtico- que solo la poesía puede conseguir con las palabras y el cine con las imágenes. Y Pasolini ya había buscado, con diverso éxito, eso mismo en su poesía, en particular en la escrita en el dialecto friulano de su niñez: también allí había ese buceo con lo “real” de una lengua “bárbara”, bárbara con respecto al italiano normalizado y tecnocrático del neocapitalismo, que ha sepultado las experiencias culturales de los sectores sociales subalternos y oprimidos: hay pues en ese “buceo” en las profundidades de las lenguas perdidas una intención “metapolítica” de inspiración gramsciana, una reivindicación de lo “prehistórico” y “arcaico” (no sólo en la esfera social y lingüista: también en el de la sexualidad espontánea y del goce de los sentidos, totalmente adormecido por el falsificado hedonismo de una moral de consumo) aplastado por el logos dominador de la burguesía occidental, por una “modernización” que constituye, ya lo dijimos, un verdadero genocidio cultural.

Por eso trasladará luego Pasolini aquella búsqueda al mundo “neo” o “post” -colonial, a ese “Tercer Mundo” (como se lo llamaba cuando había otros dos) igualmente sometido a la “prosa” del fetichismo mercantil y el etnocidio tecnocrático. Es ese buceo en la poeticidad brutal y trágica, pero intensamente vital, de lo arcaico el que puede escucharse en las poesías de La mejor juventud o Las cenizas de Gramsci, en la narrativa de Una vida violenta o Ragazzi di vita, pero también- y sobre todo- en las visiones “antropológicas” que apuestan a un retornp “pre-conceptual” del Mito, en films como Edipo Rey, Medea, La Orestíada Africana e incluso en El evangelio según San Mateo, donde la articulación por momentos “desprolija” de marxismo, psicoanálisis, etnografía y teología “negativa” otorga a lo “real” una presencia abrumadora y aún angustiante, “descolonizada” de toda “racionalidad instrumental” (como la hubiera llamado Adorno), pero al propio tiempo haciendo visible - operación desfetichizadora- de las marcas de un “autor” que no se oculta en los pliegues de una supuesta “objetividad” de lo real, si no que muy transparentemente crea las condiciones previas para que lo real pueda hablar y mostrarse. Con esta ventaja para el cine: que allí (siempre que se sepan generar esas condiciones “fundantes” de las que la Industria debe renegar para cuidar el negocio), lo real tiene una pesadez y densidad propias que compiten, que están en un verdadero conflicto trágico, con su “semiotización” por el lenguaje. El cine- como por otra parte ya lo había entrevisto Benjamin cuando lo comparaba no con la literatura, el teatro o la pintura, si no con esa estético-práctica que es la más “arcaica” de la humanidad, la arquitectura- conlleva en efecto la paradoja de ser una sofisticadísima técnica moderna de producción de mercancías visuales y, simultáneamente, y por ello mismo, el que más hondamente puede hacer estallar lo real más allá de su “simbolización”, hasta el punto de volver esa mercancía estrictamente inútil (para el mero “gusto” o el entretenimiento tranquilizador), cuando no amenazante.

Quizá pueda reprochársele a Pasolini una cierta ingenuidad ideológica, cuasi “rousseauniana”, en su apuesta, a lo Pascal, por una pureza “prehistórica” del “subproletariado” o los “primitivos”- apuesta de la de todos modos, equivocado o no, tuvo el coraje de desdecirse en su famosa abjuración de la Trilogía de la vida y que produjo esa pesadilla póstuma y desesperada llamada Saló-. Pero lo que no se puede negar es que su poesía (en el sentido incluso etimológico de los antiguos griegos; su poiesis, su trabajo sobre las resistencias de la realidad) fue, como el mismo la reivindicaba, una pasión por lo real: un intento filosófico y político (en el más alto grado de esos dos conceptos) por militar en favor de lo que Sigfried Kracauer llamó “la redención física de la realidad”, y por resguardar el carácter sagrado de lo real. “Sagrado” y no “religioso”: no una subordinación conformista y pragmática de la “inevitabilidad” de lo real, si no, por el contrario, su “redención” por encima de la manipulación (ella sí conformista y pragmática) de los Amos de turno, de los fabricantes de una falsa realidad que se pretende la única posible.

Eso se terminó en 1975, año en que la ya nombrada Saló lleva lo real en el cine a sus consecuencias últimas de soportabilidad. Y año, también, en que el lado siniestro de lo real alcanza al propio Pasolini en una mugrienta playa de Ostia, después de la caída de ese sol que él amaba aún con sus manchas de mugre (“la mugre y el sol” es un sintagma recurrente en una de sus novelas más implacables, Una vida violenta). Es posible que exagere el crítico John Orr cuando dice que en 1975 se terminó, estrictamente hablando, el cine (aunque se hayan hecho después muchas películas). Pero quién sabe: quizá todo lo posterior sea un retroceso prudente desde ese borde del abismo al que Pasolini condujo al cine. Si fuera así, ese crimen- del cual aún se discute su fue “personal” o “político”, como si fuera tan fácil separar esas cosas- habría sido un asesintato, uno más, de la Poesía.

Por que -insistamos- es en efecto la Poesía lo que atraviesa la obra (en cualquier género) y el cuerpo de Pasolini, sólo que en él la poesía no es hurtada de un cierto carácter, llamémoslo, pestilente.

Se dice que Sigmund Freud al llegar a Nueva York con un grupo de acólitos y viendo la calurosa bienvenida que se le prodigaba, masculló unas palabras famosas: “Inocentes: no saben que les traemos la peste”. Pier Paolo Pasolini podría haber dicho lo mismo, contemplando los esfuerzos patéticos de la cultura occidental por absorber, por domesticar, la peste virulenta que su obra (¿que si vida?) se propuso incoular en sus venas- habría que decir: en su yugular, para dar cuenta de la estrategia “vampírica” por la cual Pasolini se alimentó de la cultura occidental para envenenarla, para desnudarla en lo que Nietszche- otro maldito insobornable- llamaría su “nihilismo”, su renuncia a la vida-: “O ser inmortales e inexpresivos o expresarse y morir”. A la vida, Pasolini, no quiso renunciar bajo ninguna amenaza de peligro: el precio que pagó por esa pasión, como suele suceder, fue la vida misma. “La vida llevada a los límites de la muerte”, como diría Bataillle, es la marca -insoportable para la mayoría- de su erotismo. Y, por supuesto, de su estética: su estética era su erotismo, del mismo modo en que su muerte (violenta y dudosa, como tantas vidas que nada quieren saber de sí mismas) era el resultado esperable- por él mismo para empezar- de su vida emprendida al modo trágico: el modo del que descubre, como Edipo, que las elecciones hechas en ciertas encrucijadas no tienen retorno y se lanzan hacia adelante para aprender de su propia catástrofe.

Lo que Pasolini aprendió, aprehendió, haciéndose cargo de todas sus consecuencias cabe en una sola frase de su novela de fines de los cincuenta, Una vida violenta: “No había más que sol y mugre, mugre y sol: pero era marzo todavía y el sol se ponía pronto, detrás de Roma”. Es decir: en la vida como en el arte, el máximo resplandor es también lo que ilumina la máxima ferocidad. Pero esa belleza violenta se acaba pronto: hay que beberla a borbotones. Sabiendo- tal vez celebrando- que esa avidez, ese atragantamiento, introduce en un territorio de riesgo incalculable: que luego de la puesta del solo viene el triunfo de la mugre, que la novela (familiar, siniestra) termina como la última frase de Una vida violenta:Pero después, al anochecer, se sintió cada vez peor: le dio un nuevo vómito de sangre, tosió y tosió sin recobrar el aliento, y adiós Tommaso“. Mientras tanto, el sol y la mugre, la mugre y el sol, inseparables, han producido una estética (y una ética, y una idea del mundo) cuyo amor por el universo es también inseparable de una denuncia de la hipócrita ilusión por la que cierta forma de Arte pretende reconciliarnos con un universo amable. Al revés, el mundo es implacable y es sumergiéndose en su fealdad que se puede reconstruir una belleza despojada de la engañifa mediocre de las ideologías consoladoras: solo en las cenizas están los diamantes, solo en la mugre puede encontrarse el sol. El resto es silencio, o puro sonido y furia: el arte “auténtico”- dudoso adjetivo aplicado al arte- no puede más que salir de la impureza, de la mezcla. También la vida para el arte- mejor: la vida como arte- es una vida viviendo contra sí misma, engordándose y consumiéndose de su guerra interna. Pasolini es un intelectual refinado como pocos, un hijo- el último- del Renacimiento más exquisito, dispuesto a mostrar sin mediaciones la sangre y el barro con el cual la cultura ha moldeado esos refinamientos. Es un ferviente católico y un irreductible marxista: hereje para ambos lados, escupirá con asco sobre la perfidia disimulada de las iglesias, la cristiana o la comunista, sin por ello ceder a la barbarie del capitalismo miserable. Sutil conocedor y practicante de los culteranismos de la lengua, la desfachatez y la iracundia más populares impregnan, sin rebajas populistas, todos sus textos: es lo más cercano a Boccaccio que ha dado este siglo. Homosexual orgulloso de su “transgresión”, a veces se muestra moralista radical, casi un asceta místico. Hedonista y propicio a la molicie más inercial, es un desesperado hombre de acción. En pocas palabras- las del propio Pasolini, inmejorables- “Buda predica la renuncia al mundo y el rechazo de todo compromiso: dos cosas que se encuentran en mi naturaleza. Pero ocurre que en mí hay una necesidad irresistible de contradecir mi naturaleza”.

Ese modo trágico de contradecir la propia naturaleza produce como un vértigo de las prácticas estéticas, intelectuales: y sobre todo, antes que todo, se verá por qué- creador y destructor cinematográfico, iconógrafo e iconoclasta, del único sistema estético inventado (y luego reinventado sin descanso por el propio Pasolini entre otros) en el siglo XX. Es lógico: la mezcla, la impureza, el sol y la mugre, la vida y la peste, no reconocen las académicas fronteras genéricas: las violentan hasta hacerlas irreconocibles, las violan para embarazarlas de engendros bellos y monstruosos. De ese- hay que repetirlo- modo trágico de entender el arte como vida contra sí misma, como conflicto irresoluble y exaltado (el neoromanticismo de Pasolini es innegable, pero también la voluntad férrea de no dejarse seducir por él) dan cuenta narraciones crispadas como Una vida violenta, Accatone, o Ragazzi di vita: el lenguaje más violento, la “jerga de la basura”, el balbuceo entrecortado de cuerpos a la intemperie para los que la lengua parece un lujo - o un exceso- inalcanzable, sirven para exhibir una conmocionante poesía de la mugre; es en efecto, creo que único, cinematográfico sobre la literatura: el posterior pasaje de Pasolini al cine, lo hemos dicho, será una manera de volver a la literatura para mostrar su capacidad limitada de hablar por debajo de la lengua. Pero la tensión entre lo sublime y el desecho informe está también en la mejor poesía, en Las cenizas de Gramsci- Gramsci, el que logró escribir sorteando la censura fascista como Pasolini logró “expresar” la censura de la propia lengua, que a su manera, decía Barthes, es también “fascista”- hermosura brutal de un interrogante sobre la práctica estética misma, donde la hondura filosófica se escucha como en la sordina para no obturar la resonancia absolutamente singular de la palabra poética. Al revés, el Pasolini ensayista (veáse los nombrados Escritos corsarios, Las Bellas banderas, El Caos), muchas veces coyuntural y siempre furioso, como si no hubiera- y no hay- tiempo que perder en gentilezas y concesiones corteses, deja escuchar por las hendijas una poesía desgarrada y tanto más implacable cuanto más se permite el desliz hacia un “yo lírico” que reclama para reforzar (y no para adormecer) la pasión crítica: “No me gusta eso que hipócritamente se llama postura independiente. Si soy independiente lo soy con ira, dolor y humillación: no apriorísticamente, con la serenidad de los fuertes, sino a la fuerza”.

Político hasta los tuétanos- en el sentido más amplio y más fuerte: el del interrogador tenaz de los sentidos comunes de la polis, de las certezas automáticas de la cultura- tampoco pierde tiempo en construir (se) ilusiones sobre el rol mesiánico o siquiera reformista del intelectual: “Atrapado como traidor en el seno de la burguesía, testigo exterior del movimiento obrero ¿donde está el intelectual? ¿Por qué existe y cómo?”. Ni marginalidad ni victimización, obsérvese: traición y exterioridad son las marcas del intelectual “conciente” que- como diría Adorno del arte mismo- no tiene asegurada ni la certidumbre ni el derecho a la existencia. Esa trágica saga ensayística culmina- no podía ser de otra manera- en una novela póstuma- Petróleo, recientemente publicada en Italia- una suerte de fresco asfixiante de la vida política italiana, “de nuestros sufrimientos, nuestras inmadureces, nuestras debilidades, y al mismo tiempo las condiciones de sujeción de nuestra burguesía, de nuestro presuntuoso neocapitalismo”. Su última novela, como su último- terrible, insoportable- film Saló es el grito alucinado del que advierte que ya no hay para el mundo otro horizonte que el de la abyección.

¿Por qué el cine, entonces? ¿Acaso no es, -salvo excepciones- la forma estética que corre más peligro de caer en el ensueño consolador, en la ilusión conciliatoria de las bellas imágenes? Precisamente por eso: es allí donde es más difícil hacerlo, que es necesario demostrar el poder que tiene cualquier lenguaje de subvertirse a sí mismo, de perturbar el sueño con pesadillas que no sirvan solo para seguir durmiendo. El cine como “semiótica de lo real” (como construcción de un sistema de signos autoconcientes que sabotea lo verosímil mostrando su carácter ideológico) es el principal aporte teórico de Pasolini a la reflexión sobre ese arte, y a su práctica que llamó- contraponiéndola al “cine de prosa” de Eric Rohmer- “cine de poesía”. Pero ya sabemos que “poesía” es para Pasolini, una mezcla de tragedia, lucidez crítica y un goce dionísiaco que abre los sentidos a la experiencia física (y metafísica) de la vida siempre al borde de la catástrofe. El cine es a la poesía como praxis y como acción indeterminada: “El lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera completa, incierta y misteriosa”. Por eso el cine de Pasolini - siempre distinto a sí mismo, siembre buscándose en los asaltos de lo real- no vacila en apelar a aquéllos clásicos de la literatura (la Biblia, o las Mil y Una Noches, Chaucer o Boccaccion, Sófocoles o Eurípides, Sade o el propio Pasolini) en lo que el lenguaje es, precisamente, una interrogación a los sentidos- o al sentido- en los que la experiencia de la carne gozosa o sufriente lleva adherida la tragedia de la metafísica (como el Cristo de El evangelio según San Mateo o el “otro” Cristo de Teorema, visiones espiritualistas atravesadas por el muy terreno drama de la lucha de clases y la locura), donde la épica subjetiva y erótica de la mugre y el sol puede tener un remate tan coherente en la “trilogía de la vida” (en Las Mil y Una Noches ,El Decamerón, Los cuentos de Canterbury) como en la violencia más destructora (en El chiquero, Mamma Roma, Saló) o en la fatalidad de la convicción sin esperanza (Edipo Rey, Medea). Porque, para una poética como la de Pasolini, todo- lo mejor y lo peor, el más allá y el más acá- está en ese “presente” incompleto, incierto y misterioso que es el cine, que es el arte, que es la vida.

Y para hablar de eso hay que ser, de nuevo, traidor a la propia cultura, exterior a la propia complacencia. No lo podríamos decir mejor que su amigo Gianni Scalia: “El dolor, inútil en sí, es útil si engendra conocimiento. Y no es la infelicidad de las excesivas conciencias felices. Pasolini no hablaba en tanto ciudadano: fue i-legal, extra-legal, diferente, no-ciudadano. Pero un compañero“.

Eduardo Grüner es sociólogo, ensayista y crítico cultural. Se ha desempeñado como decano en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (FCS/UBA) y como profesor de Antropología y Sociología del Arte y de Teoría Política. Es autor de diversos libros, tales como Un género culpable (1995), Las formas de la espada (1997), El sitio de la mirada (2001) y El fin de las pequeñas historias (2002), entre otros libros. Este artículo forma parte del libro “El sitio de la mirada”, Buenos Aires, Norma, 2001

martes, 2 de febrero de 2010

CRÍTICA



"¿NUEVO CINE?"
Los medios especializados han acordado casi unánimemente en calificar al nuevo film de James Cameron: "Avatar" como el cine del Siglo XXI, calificándola como una experiencia novedosa y revolucionaria; una película casi programática.
Aquí dos posiciones divergentes para estimular el debate.


Avatar: los límites de una película producida bajo la lógica espectacular del capitalismo



He leído con curiosidad y asombro la cantidad de reseñas y artículos --la mayoría de ellos hiperbólicamente positivos-- que han aparecido en Rebelión sobre la película Avatar. Una buena parte del debate gira en torno a la posibilidad de que la película sea una fábula anticapitalista en defensa de la humanidad y el medioambiente. Desde un punto de vista estrictamente marxista, hay que decir que ninguna película sometida a las normas de producción, distribución y consumo de un estudio de Hollywood puede ser realmente anticapitalista. Tanto los medios de producción, como la circulación y distribución de las películas están en manos de unos cuantos estudios que se lucran con la exhibición y producción de las películas. Y si en algunos casos es posible para algún director de éxito como Sodemberg hacer una película sobre El Ché, el control de la distribución ya se encarga de que la película circule sólo en cines alternativos o en todo caso en los cines de las grandes ciudades, pero no en las grandes zonas rurales del centro de los Estados Unidos (algo que pasa sistemáticamente con las películas de Michael Moore). Zonas éstas, por cierto, de mayoría republicana.

Sin embargo, creo que sería errado pensar que todas las películas de Hollywood responden a un mismo formato estético o a una misma preocupación ideológica. Por más que las películas de Hollywood estén sometidas a férreas normas de producción y distribución, el circuito que une creadores, productores, y espectadores nunca es cerrado ni unidireccional, existen creadores insumisos y espectadores heterodoxos capaces de producir interpretaciones alternativas a las dominantes. Si afirmamos que todas las películas hechas en Hollywood representan sólo y exclusivamente una visión capitalista y pro norteamericana del mundo, estaremos ignorando casi todo lo que hemos aprendido de las concepciones de la cultura que han articulado pensadores como Antonio Gramsci o Raymond Williams. No toda producción de Hollywood responde a los valores hegemónicos –algunas muestras claras en mi opinión serían El Padrino o The Matrix – y, sobre todo, no todas las interpretaciones de una película coinciden con las intenciones del director o los productores.

Por eso, aunque debemos tener en cuenta los límites impuestos por la producción y distribución capitalista de las películas, es necesario también discutir sus propuestas, los modos en que construyen y atacan la realidad. Y es aquí donde discrepo con la mayoría de las interpretaciones sobre Avatar . En mi opinión Avatar responde a una demanda del mercado –la necesidad de una representación cultural anticolonial, anticapitalista y pro medioambiental--, pero lo hace ayudándose de los formatos narrativos más convencionales de Hollywood y, en última instancia, reproduciendo la misma mirada colonial que trata de criticar. Me explico. Los estadounidenses ocupan el planeta Pandora, porque en éste se halla un mineral de incalculable valor económico cuyo mayor filón se encuentra debajo del árbol de la vida de los Na’vi. La coalición norteamericana esta compuesta por militares, empresarios y científicos. Y aquí es donde empiezan los primeros problemas. Mientras que el Coronel Quaritch y el empresario aparecen como personajes perversos y sádicos, la doctora Grace Augustine, el personaje de Sigourney Weaver, aparece como la típica científica genuinamente interesada en las riquezas naturales de Pandora e incómoda con las maniobras mercantiles y coloniales de militares y empresarios. Si bien es cierto que una parte del complejo militar industrial de los Estados Unidos está basado en la alianza de estos tres sectores, es rigurosamente falso que los científicos participen a regañadientes en este triunvirato. Las universidades norteamericanas –y la doctora Augustine luce una camiseta de Stanford, una de las más elitistas-- tienen miles de contratos extremadamente lucrativos con la industria militar que se aceptan sin cuestionamientos. El establishment de la ciencia en Estados unidos no es víctima de la industria militar, es su cómplice.

Inexactitudes históricas tal vez, pero vayamos a la trama. La trama de avatar usa uno de los ganchos narrativos más convencionales del género: el romance intercultural. Como ha mostrado la crítica feminista y los estudios queer, un porcentaje muy elevado de las películas de Hollywood se apoyan en esta matriz heterosexista que coloca a la mujer en una posición de subordinación y refuerza la normatividad de la heterosexualidad. En este caso, Jake Sully, un ex marine parapléjico acepta formar parte de un experimento, se transforma virtualmente en un Na’vi y conoce a una indígena de la que se enamora tras superar sus prejuicios culturales y su arrogancia colonial. Lo hemos visto otras veces. Chico busca chica, pero pertenecen a distintas clases sociales, a distintas etnicidades, tienen personalidades diferentes, etc. El espectador se engancha a la trama con la esperanza y la seguridad de que habrá final feliz, se superarán las diferencias y se consumará la unión heterosexual. ¿En qué se diferencia Avatar de Pretty Woman o de Mi gran boda griega?

Algunos dirán que utiliza la convención para construir un mensaje anticolonial. En efecto, Avatar sigue el esquema de algunas crónicas coloniales como Los Naufragios de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, la historia de un soldado español que se pierde en la Florida y se hace curandero o, como han señalado acertadamente José Miguel Company y Manuel Talens, la historia de Gonzalo Guerrero, el español que se queda a vivir con los indígenas y rechaza el proyecto imperial español. Pero cabe preguntarse si Avatar rompe con la mirada imperial o reproduce la fábula del antropólogo occidental “going primitive”. Hay una escena siniestra y estremecedora que para mí resuelve está cuestión. Cuando Sully es finalmente aceptado por los Na’vi para organizar la resistencia frente a los invasores estadounidenses, todas las tribus Na’vi se reúnen alrededor del árbol de la sabiduría. Sully aparece al lado de Neitziri, su amante Na’vi ocupando la posición que antes ocupaban sus padres, líderes de la comunidad Na’vi. La diferencia es que ahora están en una especie de pedestal con todos los Na’vi en una posición de sumisión abajo, esperando a recibir instrucciones de Sully. En mi opinión, está escena pone en juego una concepción de la soberanía política que es en toda su extensión occidental e imperial. En primer lugar, la liberación viene de afuera, es el ex marine blanco el que finalmente ayuda a los Na’vi --cuyos actores, por cierto, son mayoritariamente afroamericanos—a liberarse de la opresión colonial. El modelo de organización cultural responde a una concepción de la soberanía monárquica: Sully es el nuevo heredero del trono tras unirse con Neitziri. Esta representación visual del poder tiene más que ver con filmes con Apocalipto que con las formas de organización comunal indígena que tan brillantemente describió José Carlos Mariatégui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana .

La película culmina está lógica colonial, hipermasculina, heterosexista y blanca en el combate final, también predecible entre el marine sádico y perverso y Sully, el marine bueno y comprometido con la causa indígena. Como nos ha enseñado Gayatri Spivak, hay que sospechar siempre de aquella lógica que nos presenta a hombres blancos salvando a mujeres de color de los hombres de color. No puede haber dialéctica emancipadora en una confrontación entre dos militares blancos norteamericanos. Habrá segunda y tercera parte de Avatar, mientras tanto concentrémonos en la lucha por la defensa del medioambiente y la lucha contra el capitalismo y el colonialismo.


Avatar (2): Avatares del (cine del) futuro

Enero 22, 2010 por ojosabiertos

por Nicolás Prividera

El primer día de 2010 se estrenaron en Argentina Avatar y Rosetta, dos films que representan dos modelos en pugna, de cuya batalla final resultará que el cine -ese arte del siglo XX- logre perdurar en el nuevo siglo, o bien deje definitivamente atrás lo que supo ser (un avatar esencial de la modernidad) para volver a sus orígenes como mero espectáculo de feria.

Pues este Avatar (que algunos proponen como el futuro del cine, cuando -por el contrario- viene a acelerar su disolución) es una monumental maquinaria cuya laboriosa tecnología de última generación no solo desmiente su moraleja ecológica, sino que –antes bien- representa el triunfo de la lógica imperial que la carcome: su conquista global de las pantallas es en sí una omnímoda y ominosa visión del futuro, como lo fue La guerra de las galaxias a mediados de los ‘70. (Se podría decir que Avatar es a La guerra de las galaxias lo que la Segunda Guerra Mundial a la Primera: su inevitable secuela, pero a una escala de destrucción mayor.)

Porque si el film de Lucas negaba su contenido contracultural a través de su infantilización formal, el de Cameron hace algo más que jibarizar el cine clásico: destruye la esencia misma de la imagen cinematográfica al desrealizarla mediante el 3D/digital. Pues el imperialismo global de Avatar y su colonización del cine no es sólo la negación de la “ecología” cinematográfica, sino que -a través de su artificial concepción formal- el cine mismo es despojado de su condición ontológica (como fantasmagórica exploración de lo real) para convertirse en pura negación de la realidad (a través del mundo feliz de la sociedad del espectáculo devenida en matrix).

Rosetta es, por el contrario, la última obra maestra debida a la irreductible fe en el bazinismo (es decir, en la capacidad del cine para decir algo sobre el mundo): un cine que busca el despojamiento para acercarse al enigma de lo real (sin llegar nunca a totalizar una imagen de la realidad). El cine de los Dardenne, aun sin alcanzar la radicalidad de Costa) es uno de los ejemplos más notorios de esa persistente resistencia contra el paradigma posmoderno impuesto por cierto cine contemporáneo (en su omnipresente animación digital o en su contracara no menos conservadora: el eterno retorno al pasado, a través de un primitivismo trivial que reniega de la historia, del cine moderno.

La sencilla resistencia de Rosetta se basa justamente en el viejo paradigma clásico revisado por el cine moderno (de Rossellini a Bresson), mientras que la invocación faci(li)sta de Avatar se hace en nombre del porvenir de una ilusión (cuyo evidente paradigma es el museificado clasicismo de los conservadores años ’80, destruido de plano en plano por la irrealidad digital). Cameron (con su megalomanía de iluminado que propone la redención a través de la inmolación, cual Jim Jones cinematográfico) es el definitivo terminator del cine.

Pues si Rosetta basa su potencia en una relectura contemporánea de la tradición (base sobre la que descansa todo el proyecto del cine moderno, o el proyecto de la modernidad en el cine), Avatar desmiente su promesa revolucionaria con un imperialismo formal anclado en el pasado (el viejo MRI sometido ante las nuevas tecnologías digitales). Y es que tras la unión del nuevo universo digital (cuyas posibilidades destructivas ya han sido desarrolladas por Zemeckis) con el viejo 3D (cuya imposición viene fracasando desde los ’50, pero que ahora pretende formatear toda imagen), lo único que existe es la voluntad de consolidar la vieja visión del mundo basada en el eterno poderío redentor del sueño americano. (Si Titanic narraba el hundimiento del viejo mundo europeo y su reconversión en la épica americana -el renacimiento de una nación, digamos-, Avatar profetiza el fin del mundo y su redención a través de una utopía neoamericanista: como en 2012 y otras visiones apocalípticas del fin del mundo, la única salida parece ser más de lo mismo, disfrazado de idílica vuelta al origen….

Avatar es en ese sentido la realización de la mala conciencia del cine (como parte del proyecto inconcluso de la modernidad), representada ante todo en el género de ciencia ficción (que no en vano tuvo su época de oro en los ’50, en plena “guerra fría”): desde mediados del siglo pasado, el género tuvo un viraje fundamental, abandonando el espacio exterior (y la creación de mundos imaginarios) por la exploración del “espacio interior” (y la construcción de la subjetividad). No casualmente los únicos grandes escritores que ha dado el género -Bradbury, Ballard, Dick- fueron precisamente los que empezaron a interrogarse, antes que sobre la conquista del espacio (y las stars wars), sobre las fronteras de lo humano y lo social. Y si el cine y la ciencia ficción se unieron desde el inicio (basta recordar el Viaje a la luna de Melies), fue porque ambos expresaron la “pasión de lo real” que cimentó la modernidad: por eso un film como Matrix expresaba la opción entre “el desierto de lo real” y la “fábrica de sueños” que Avatar viene a actualizar (y que algunos críticos trasnochados festejan) como “fin de la historia” cinematográfica, el avatar final de esa aventura moderna llamada cine.

Podríamos pensar este enfrentamiento final como la reactualización del primigenio agón entre Lumiere y Melies (entre la realidad y el sueño), pero –como ya demostró Godard- la relación entre ambos es mucho más complejo (ya que hay sueño en Lumiere y realismo en Melies…). De hecho, el mejor cine contemporáneo se basa precisamente en la puesta en crisis de esa diferencia (como podemos ver en el cine de Costa o Apichatpong), en tanto que pretende superarla. Mientras que el poder (del mainstream, establishment, o como quieran llamarle a esa innegable suma de fuerzas) propone un nuevo paradigma (cuyo relativismo total apunta a la pura negación de todo lo que se le pueda oponer), y que en el caso del cine va más allá de una mera reactualización de una imagen vicaria, para convertirse en un verdadero anonadamiento.

Si el 3D fracasó históricamente fue porque esa innovación no se asimila a la búsqueda de mímesis del arte occidental: el cine puede prescindir de él porque no tiene nada que ver con la humana percepción de la realidad, mucho más cercana a la “falsa” profundidad de campo de la pantalla de dos dimensiones (el cine es “tuerto”, y por eso mismo humano: no puede compensar sus faltas, mucho menos con efectos lisérgicos). Pero esa batalla ya no es meramente económica (devolver espectadores a las salas frente a la competencia de la TV e Internet), sino política (dar “liquidez” –en todo sentido- al sistema de creencias): con la ampliación de la “sociedad de la imagen” a una escala nunca vista (gracias a la proliferación de pantallas personales en la era digital) el campo de batalla pasa a ser la construcción de subjetividades afines al flujo posmoderno (de imágenes-bienes que fetichizan el incesante y “eterno” movimiento del capital), en una etapa signada por una crisis de hegemonía del pensamiento único. En ese contexto (como en los tiempos de la contrarreforma), el dominio de las imágenes vuelve a ser esencial para disciplinar (mediante el goce extático de un nuevo opio de los pueblos).

Si el cine construyó su clasicismo en un período en el cual el paradigma mismo de la modernidad estaba en lucha (al menos hasta la victoria del “realismo”, tanto en la URSS como en los EEUU, tras la primera gran crisis mundial de la década del ‘30), hoy asistimos al intento final de reducir lo que fue un medio de conocimiento (el cine como parte esencial de la modernidad) a un ingenuo juego en un megaparque de diversiones que nos promete (gracias a la nueva matrix del complejo industrial-cultural) la inserción en un mundo de sensaciones creado ya no sólo para el “adormecimiento de conciencias” (bajo el utopismo de la virtualidad y la corrección política) sino para la destrucción simbólica de cualquier otro “futuro” posible (más acá y más allá de la pantalla).

Es por eso que frente a estos virtuales Goliats (que no dejarán de inundarnos), un pequeño gran film como Rosetta representa la resistencia del cine y el cine de la resistencia (cuya sola existencia, por minoritaria que sea, representa una esperanza). Porque lo que se juega es mucho más que el incierto futuro de ese arte del siglo XX: es la ontología de la imagen cinematográfica, y su capacidad para proponer otra visión del mundo (que no pretenda suplir o condonar la realidad, sino cambiarla).

Fotos: 1) Avatar; 2) Rosetta.

COPYLEFT 2010 / NICOLÁS PRIVIDERA